CAPRI: 12 DE ABRIL 2001
Su superficie supera apenas los 10 kilómetros cuadrados, en ella se destacan imponentes acantilados, dos macizos (el Monte Tiberio y el Monte Solaro), hermosas arboledas y las azules aguas del Mediterráneo.
Para los que no conocen la isla se llega abordando un ferry en el puerto de Nápoles con destino al puerto de Marina Grande, y es la única forma que tiene el turista de llegar a este lugar exclusivo y lujoso que vale la pena conocer.
Compramos los boletos sin pensarlo ni dos veces. Entramos al vaporetto tomados de la mano, alimentados de nuestros mutuos sueños. El que se decía ser barco era como una galera amplia de un solo piso, donde el tumulto y las voces extranjeras se escuchaban por los largos pasillos. Arriba tenía una escotilla para quienes preferían ver y sentir el oleaje del mar y la brisa casi encima de la cara.
Nos sentamos en una banca a la orilla de un ventanal. Junto a nosotros, una mujer rubia, joven, de buen aspecto, nos sonreía con ojos de complicidad. Invitada por su sonrisa, le pregunté de dónde era y ella, en un idioma ininteligible, contestó algo que no entendí. El día lucía radiante; los tibios rayos del sol se filtraban a través del enorme ventanal y Capri, -a pesar de su cercanía- aún no se distinguía desde nuestros asientos.
Antes de hacer el viaje, mi madre nos había puesto en antecedentes sobre la belleza de sus paisajes y nos habló de la gruta azul, donde las barquitas de remos entran y salen en justa sincronía con las altas y bajas del mar. “Es como de ensueño“ ─habían sido sus palabras─ “por nada del mundo se lo pierdan”. Esto había sido un mes atrás y ahí estábamos: escuchando el estrépito de las amarras cuando el pequeño barco fue liberado del muelle. Rápidamente estábamos alejándonos de las costas de Nápoles. Cada paisaje, cada curva y cada línea, iba disminuyendo de tamaño y el mar iba quedando como único horizonte visible.
En cuestión de minutos y como por arte de magia, la luz del sol se ocultó y en su lugar, unas nubes negras acompañadas de un fuerte ventarrón asomaron a la superficie. Las olas del mar que hacía un instante lucían quietas, aumentaron intempestivamente de tamaño. El ruido del vaporetto chocando contra las olas se hizo estrepitoso y ya no era posible sostener una plática sin tener que gritar o acercar el oído a la boca del que hablaba.
La pequeña barcaza comenzó a mecerse al compás del viento. Carlos y yo hacíamos esfuerzos por entendernos con la rubia de al lado, pero pronto me di cuenta de que una de sus frases quedó suspendida en el aire. Volteé la vista hacia el lado derecho y ví que mi marido estaba tan blanco como la espuma que vomitaba el mar. El corazón comenzó a latirme descompasadamente. Carlos padecía de mareos y yo siempre le tuve miedo a los lugares encerrados: era una fobia de la infancia, de esas que no se saben en qué momento se forman. Y ahora este viaje se presentaba como una dulce promesa, con un billete de pago por adelantado, pero con el terror como única condición.
Carlos se levantó y se agarró como pudo a una columna gruesa frente a nuestros asientos. Tomó la pilastra como si de eso dependiera su vida; su respiración era rápida, agitada, y su cara reflejaba no solo malestar, sino los signos evidentes de quien muy pronto, iba -como el mar- a vomitar el desayuno ante las miradas perplejas y curiosas de todos los pasajeros: decenas de ojos curiosos estaban clavados en él, sobre todo, porque era el único que se había levantado. Más aún, porque se soltó de la pilastra y empezó -en un intento de calmar su mareo- a resoplar fuertemente, haciendo respiraciones de yoga e iniciando un ritual de movimientos de jalar y meter el aire utilizando manos y brazos. En cada movimiento del barco, parecía que Carlos caería de bruces al suelo. Al verlo, sólo podía ocuparme del fardo de mi propio temor. Yo estaba muy asustada y para aligerar mi desazón, traté de distraerme mirando hacia la ventana. El corazón aún me latía y sabía que si no hacía algo, podía llegar a sentir terror. No se veía nada: todo estaba gris, oscuro, vacío. Debajo de esa pequeña barca, había un mar furioso que nos atacaba por todos los flancos. No sé ni de dónde saqué la fuerza necesaria para charlar con mi vecina de al lado, en un idioma que nunca había practicado. Entre gritos -que me daban cierta calma porque ahí sacaba todo mi miedo- y en un chapuceado italiano le pregunté de dónde era, a qué se dedicaba y qué hacía tan sola y lejos de su familia. La incomprensión la completamos a señas, con una sonrisa medio forzada por ambas partes. Ahí descubrí que la necesidad nos hace capaces de mover hasta montañas.
De los cuarenta minutos de ruta Nápoles-Capri, hicimos una hora. Bajé con Carlos otra vez de la mano, con un mareo que nos hacía tambalearnos de lado. El sol apareció no más tocamos la isla, la cara de Carlos volvió a su color natural y después de superados los inconvenientes, fue uno de los días más gloriosos de nuestro viaje a Italia.
Lo primero que hicimos al llegar fue montarnos en un microbus e irnos a un restaurante que quedaba en una cima, desde donde se podía ver una de las vistas más exquisitas de la isla.
El día estuvo muy lluvioso, por lo que no pudimos ir a la gruta azul, una de las excursiones más bellas de Capri. En sustitución, después de almorzar nos fuimos caminando entre calles estrechas, lujosos hotels, cafés, tiendas finas y luego llegamos a un jardín con vistas espectaculares al mar.
Por un funicular llegamos a la parte baja de Capri, tomamos otra vez el vaporetto y sin ninguna novedad, hicimos el viaje de retorno.
Para los que no conocen la isla se llega abordando un ferry en el puerto de Nápoles con destino al puerto de Marina Grande, y es la única forma que tiene el turista de llegar a este lugar exclusivo y lujoso que vale la pena conocer.
Compramos los boletos sin pensarlo ni dos veces. Entramos al vaporetto tomados de la mano, alimentados de nuestros mutuos sueños. El que se decía ser barco era como una galera amplia de un solo piso, donde el tumulto y las voces extranjeras se escuchaban por los largos pasillos. Arriba tenía una escotilla para quienes preferían ver y sentir el oleaje del mar y la brisa casi encima de la cara.
Nos sentamos en una banca a la orilla de un ventanal. Junto a nosotros, una mujer rubia, joven, de buen aspecto, nos sonreía con ojos de complicidad. Invitada por su sonrisa, le pregunté de dónde era y ella, en un idioma ininteligible, contestó algo que no entendí. El día lucía radiante; los tibios rayos del sol se filtraban a través del enorme ventanal y Capri, -a pesar de su cercanía- aún no se distinguía desde nuestros asientos.
Antes de hacer el viaje, mi madre nos había puesto en antecedentes sobre la belleza de sus paisajes y nos habló de la gruta azul, donde las barquitas de remos entran y salen en justa sincronía con las altas y bajas del mar. “Es como de ensueño“ ─habían sido sus palabras─ “por nada del mundo se lo pierdan”. Esto había sido un mes atrás y ahí estábamos: escuchando el estrépito de las amarras cuando el pequeño barco fue liberado del muelle. Rápidamente estábamos alejándonos de las costas de Nápoles. Cada paisaje, cada curva y cada línea, iba disminuyendo de tamaño y el mar iba quedando como único horizonte visible.
En cuestión de minutos y como por arte de magia, la luz del sol se ocultó y en su lugar, unas nubes negras acompañadas de un fuerte ventarrón asomaron a la superficie. Las olas del mar que hacía un instante lucían quietas, aumentaron intempestivamente de tamaño. El ruido del vaporetto chocando contra las olas se hizo estrepitoso y ya no era posible sostener una plática sin tener que gritar o acercar el oído a la boca del que hablaba.
La pequeña barcaza comenzó a mecerse al compás del viento. Carlos y yo hacíamos esfuerzos por entendernos con la rubia de al lado, pero pronto me di cuenta de que una de sus frases quedó suspendida en el aire. Volteé la vista hacia el lado derecho y ví que mi marido estaba tan blanco como la espuma que vomitaba el mar. El corazón comenzó a latirme descompasadamente. Carlos padecía de mareos y yo siempre le tuve miedo a los lugares encerrados: era una fobia de la infancia, de esas que no se saben en qué momento se forman. Y ahora este viaje se presentaba como una dulce promesa, con un billete de pago por adelantado, pero con el terror como única condición.
Carlos se levantó y se agarró como pudo a una columna gruesa frente a nuestros asientos. Tomó la pilastra como si de eso dependiera su vida; su respiración era rápida, agitada, y su cara reflejaba no solo malestar, sino los signos evidentes de quien muy pronto, iba -como el mar- a vomitar el desayuno ante las miradas perplejas y curiosas de todos los pasajeros: decenas de ojos curiosos estaban clavados en él, sobre todo, porque era el único que se había levantado. Más aún, porque se soltó de la pilastra y empezó -en un intento de calmar su mareo- a resoplar fuertemente, haciendo respiraciones de yoga e iniciando un ritual de movimientos de jalar y meter el aire utilizando manos y brazos. En cada movimiento del barco, parecía que Carlos caería de bruces al suelo. Al verlo, sólo podía ocuparme del fardo de mi propio temor. Yo estaba muy asustada y para aligerar mi desazón, traté de distraerme mirando hacia la ventana. El corazón aún me latía y sabía que si no hacía algo, podía llegar a sentir terror. No se veía nada: todo estaba gris, oscuro, vacío. Debajo de esa pequeña barca, había un mar furioso que nos atacaba por todos los flancos. No sé ni de dónde saqué la fuerza necesaria para charlar con mi vecina de al lado, en un idioma que nunca había practicado. Entre gritos -que me daban cierta calma porque ahí sacaba todo mi miedo- y en un chapuceado italiano le pregunté de dónde era, a qué se dedicaba y qué hacía tan sola y lejos de su familia. La incomprensión la completamos a señas, con una sonrisa medio forzada por ambas partes. Ahí descubrí que la necesidad nos hace capaces de mover hasta montañas.
De los cuarenta minutos de ruta Nápoles-Capri, hicimos una hora. Bajé con Carlos otra vez de la mano, con un mareo que nos hacía tambalearnos de lado. El sol apareció no más tocamos la isla, la cara de Carlos volvió a su color natural y después de superados los inconvenientes, fue uno de los días más gloriosos de nuestro viaje a Italia.
Lo primero que hicimos al llegar fue montarnos en un microbus e irnos a un restaurante que quedaba en una cima, desde donde se podía ver una de las vistas más exquisitas de la isla.
El día estuvo muy lluvioso, por lo que no pudimos ir a la gruta azul, una de las excursiones más bellas de Capri. En sustitución, después de almorzar nos fuimos caminando entre calles estrechas, lujosos hotels, cafés, tiendas finas y luego llegamos a un jardín con vistas espectaculares al mar.
Por un funicular llegamos a la parte baja de Capri, tomamos otra vez el vaporetto y sin ninguna novedad, hicimos el viaje de retorno.
Otro de los lugares que vale la pena conocer cuando uno esta en la isla es Anacapri, una localidad ubicada en la montaña. Desde ella se puede llegar en aerosilla hasta la cumbre del Monte Solaro (el punto más alto de la Isla).
Carlos y yo en Anacapri
Qué maravilla! Estoy fscinada con estas fotos!!!! Mañana vuelvo a leerte con calma, ahora es tardísimo!.
Estuve en Capri hace varios años. No se si leiste La Historia de Saint Michel de Axel Munthe, visité su casa.
Besos ahora, gracias ti, tendré lindos sueños...
Hooola te acuerdas de mi? bueno yo pase a saludarte y desearte un feliz domingo.
Tus fotos son maravillosas, y me alegro que hayas tenido un viaje tan hermoso.
un abrazo .
Antonia
Hola Shanty, precioso lugar y las fotos son preciosas.
A mi me encanta viajar algún día colgaré algunas fotos de mis viajes.
Te dejo un ramito de pensamientos.
Que tengas un lindo fin de semana.
Hasta pronto. Gracias por tus visitas siempre te espero.
Regresé.
Quise dejarte comentario en tu más reciente entrada pero no pude. Bueno quiero decirte que me parece muy ilustrativo y que las fotografías son preciosas. Felicitaciones. Nos seguimos leyendo. Te espero. Buenas noches.
Regresé.
Quise dejarte comentario en tu más reciente entrada pero no pude. Bueno quiero decirte que me parece muy ilustrativo y que las fotografías son preciosas. Felicitaciones. Nos seguimos leyendo. Te espero. Buenas noches.
Shanty!!!
Ciao!!! Ma sei stata v in Italia?Che bello, ho visto i video di CAPRI.
Pensa che io sono di Caserta dove
da tutto il mondo vengono per visitare la REggia DI VANVITELLI.
Se ti capita un giorno di passare delle mie parti puoi anche venire a trovarmi .Pensa! abitonell'entrata secondaria a 200 metri.
Come sono rimasta contenta quando ho trovato il tuo commento, ed eccomi quì....
Non ho saputo bene tradurre il tuo pensiero , ma se non sbaglio mi hai assegnato un premio?
se così vado nel'altro tuo blog e lo posto subito nel mio , dove tutte le amiche mi donano uno .
VADO!!!
UN BACIO E UN CARO SALUTO DALL'ITALIA
TUA AMICA ..LINA
Una hermosa descripción de tan bello lugar...es uno de los puntos que quisiera tocar cuando vaya a Europa, ese color del mar, de la naturaleza circundante es único y hay que vivirlo en carne propia seguramente...ojalá pueda verlo dentro de no mucho tiempo. Un beso.D
Ciao Shanty,
sono arrivata al tuo blog da quello di Lina di Solo Poesie.
Incantevole Capri, bellissime le foto che hai condiviso con noi...
Verrò presto a trovati complimenti per il tuo bellissimo Blog, ciao
a presto
Maria Rosa
Muy bien...Shanty... estas hecha toda una "profesional" de las fotos y de las narraciones... gracias, me ha gustado
¡Una delicia volver a revivir estos lugares contigo.... y la historia de mi querido médico sueco, su villa, y su Historia de San Michele que tanto amé.
Shanty querida, tu blog es una delicia. Me encanta leer tus bitácoras, volver a recorrer los lugares que he vivenciado y disfrutado tanto y conocer a través tuyo los que no, pero que quien sabe algún dia.... como tu querida Guate.
Besotes
PD_ mañana te comento en Praga, que también estuve...... ya chusmié las fotos, pero otra vez, me agarró la noche...